martes, 19 de abril de 2011

El último autobús

La tenue luz que escapaba de las mugrientas farolas no era suficiente para alumbrar la estación. La lluvia golpeaba con fuerza el asfalto y el techo de los autobuses. Un pequeño grupo de personas se amontonaba tiritando debajo de un tejado esperando a que el conductor abriera la puerta del último autobús de la noche. El frío viento azotaba las caras de jóvenes y viejos, de niños y adultos que esperaban impacientes a que despertara la enorme máquina que había de llevarlos a sus hogares.

Las luces del autobús se encendieron como un relámpago y el motor como un trueno. Las puertas se abrieron y yo esperé mi turno para subir. La lluvia se cebaba con aquellos que esperaban cerca de la puerta para entrar. Molesto, caminé buscando los últimos asientos, donde yo y mis amigos nos sentamos para charlar de vuelta. En seguida el sonido de la lluvia que reinaba fuera se vió sustituido por nuestras bromas y por nuestros gritos.

Al otro lado de la ventana el oscuro paisaje comenzó a moverse, todos estaban en sus asientos y el autobús comenzó a navegar entre las sombras de la noche hacia un destino confuso. Dentro hacía calor y tanto yo como mis amigos hablábamos a voz en grito, molestando a los viajeros, cosa que a nosotros nos importaba bien poco.

Alguien se levantó de su asiento y nos mandó callar. Un niño de unos 10 años, de tez clara y cabello oscuro ¿quien era él para mandarnos a nosotros? Algunos de mis amigos se burlaron de él y el niño se volvió a sentar.

El autobús circulaba por una solitaria carretera, en las ventanas empañadas sólo podían verse los surcos que la lluvia dejaba en el cristal. Sólo nuestras voces se oían en el autobús, pero callamos enseguida cuando las luces se apagaron. No tardamos ni un segundo en retomar nuestras bromas, haciendo aún mas ruido amparados por la oscuridad. Cuando las luces volvieron, mi corazón dió un vuelco. El niño que antes nos había mandado callar ahora estaba sentado entre nosotros.

-¿Qué haces? - le espetó uno de mis amigos.
-¿Podéis oírme? - dijo el chico.

Aquella pregunta fué desconcertante, pero uno de mis colegas respondió antes de poder pensar en ello:

-Pues claro. Pírate de aquí.
-No puedo - contestó el chico con voz serena.
-No seas imbécil y pírate, tío - le dijo un amigo empujándole. El niño no se movió.
-No puedo irme, porque este es mi sitio.
-Este no es tu sitio subnormal, lárgate de una puta vez.
-¿Podéis oírme? - volvió a preguntar.
-¿Este tío está loco o qué?

¡Desde luego que estaba loco! Sus palabras me llegaban al cerebro en forma ideas inconexas, algo no funcionaba en la cabeza de ese crío.

-¿Por qué podéis oírme?
-¿Eres tonto o qué? ¡Que te pires de aquí!
-No puedo, si quiero salir del autobús no puedo, porque este es mi sitio.
-¿Pero qué hablas?
-He intentado salir muchas veces, pero no puedo. Nadie me ayuda, nadie me hace caso.
-Este tío está loco.
-¿Loco? -repitió el niñoo, que calló un segundo y después sonrió- ¡Loco, eso es! A lo mejor... ¡a lo mejor estoy loco!

¡¿Qué demonios estaba pasando?! Mis amigos y yo nos habíamos quedado callados, visiblemente sorprendidos.

-A lo mejor es eso ¡a lo mejor sólo estoy loco! ¡Si estoy loco podré salir! ¿Vosotros creéis que estoy loco?
-Claro, estás como una cabra - afirmó un colega.
-¡Estoy loco!

El chico se levantó y se quedó de pié delante de la puerta del autobús, sonriendo ¡Y preguntaba si estaba loco, estaba para encerrarlo! La gente lo ignoraba, supuse que no querían que les ocurriera lo mismo que a nosotros. En cierto modo aquello nos estaba bien empleado.

El autobús paró y el ruido de la lluvia en el exterior volvió a reinar; habíamos llegado a la primera parada. El chico fue el primero en bajar y después le siguieron varias personas. La gente que se había bajado corría para refugiarse de la lluvia. No ví al chico, pero no le dí importancia ¡por fin nos habíamos librado de él!

Volvimos a ponernos en marcha, la siguiente parada era la nuestra. Retomamos nuestra cantinela y en seguida la tormenta que se desataba en el exterior se vió acallada por nuestras risas, nuestros chistes y nuestras tonterías.

Las luces se volvieron a apagar y nosotros volvimos a hacer bromas. Pero las risas se convirtieron en silencio, en un grito vacío cuando al volver la luz, a nuestro lado, estaba el niño otra vez. Un amigo, logró hacer un ruido que, si bien trataba de parecerse a un grito, el miedo debía de haberlo distorsionado, pues parecía un gruñido. Yo, que estaba al lado del niño, fui incapaz de emitir sonido alguno. Mis entrañas parecían haberse marchado de mi cuerpo y por mis venas corría escarcha en ese momento.

-No he podido... -dijo el niño.
-¡Joder! -logró exclamar uno de mis amigos.
-¿Pero tú no te habías bajado? -preguntó otro.
-No he podido... me habéis mentido, no estoy loco... no he podido...

Mi cabeza iba a estallar, ¿que hacía el chico allí? ¡Se había vuelto a subir después de haber bajado, por eso no lo ví fuera! Y al igual que en la otra ocasión había aprovechado que las luces se habían apagadado para sentarse con nosotros sin que le viéramos ¡Realmente estaba para encerrarlo!

-Mira chaval, vete de aquí -me atreví a decirle.
-No puedo... no puedo... este es mi sitio... no puedo...
-Sí puedes, lárgate ya.
-No puedo...

El autobús paró por segunda vez. El resto de viajeros que permanecíamos dentro nos levantamos y nos pusimos en cola para bajarnos. Delante de nosotros estaba el chico, separado de mí por tres personas. Uno por uno, fueron bajando hasta que el autobús quedó vacío. El conductor, después de asegurarse de que no había quedado nadie dentro, se bajó y cerró con llave.

La lluvia y el viento me azotaban la cara, era tarde y aún tenía que caminar hasta casa con aquella tormenta, pero yo no quería irme sin antes ver hacia donde se marchaba aquel extraño niño. Al parecer mis amigos estaban en la misma situación que yo y los cuatro buscábamos a nuestro alrededor.
Uno de ellos me dió varias golpes en el brazo y señaló al interior del autobús. Una de las cortinas que habían cerradas se estaba moviendo y cuando se abrió se me heló la sangre por completo, comenzé a sudar a causa del terror y tanto mi cuerpo como mi mente se paralizaron por completo ante la visión de aquel chico sonriéndonos desde dentro del autobús. Uno de mis amigos tiró de mí y los cuatro nos alejamos corriendo del lugar, bajo la lluvia, bajo los truenos, bajo la atmósfera que parecía reírse de nosotros.


La oscuridad enseguida dejó atrás la silueta del autobús y su extraño ocupante...

El gato negro

Era de noche. Estaba lloviendo. Las gotas de agua podían verse caer iluminadas por la luz de las farolas y de los faros de los coches que circulaban por la calle. Bajo un todoterreno que había aparcado sobre la acera, un gatito negro de apenas unos meses de edad se refugiaba de la lluvia. El animalillo había nacido en la calle y desde el mismo momento de su nacimiento era un vagabundo.

Cesó la lluvia. El gatito negro salió de su escondite y miró la luna llena. Se dispuso a caminar hacia un callejón pasado frente a una anciana y notó que a la mujer se le ponían los pelos de punta, nuestro gatito pudo sentir la mirada de la anciana clavándose en él. Asustado, corrió a toda prisa hacia las sombras.

El callejón desembocó en otra calle y el gatito negro volvió a cruzarse con una persona, un hombre alto y de aspecto amenazador que caminaba a paso rápido. Sin embargo, en el momento en que ambos se cruzaron, el hombre se detuvo y miró al animal con la misma expresión que la anciana. Presa del pánico, el gatito negro huyó de nuevo.

Emprendió de nuevo su camino por una calle grande. Los coches pasaban con prisa por la carretera, pero a aquellas horas de la noche las aceras estaban vacías. Sólo una persona caminaba por allí, un adolescente que, al cruzarse con el gato, actuó de la misma forma que las dos personas con las que se había cruzado anteriormente. Tan asustado como molesto, el pequeño animal decidió esconderse cerca de unos contenedores, allí esperaba otro gato cuyo pelaje marrón claro quedaba favorecido por la luz de la luna.

- Hola, joven gato -le saludó con solemnidad.
- Hola. Me ha ocurrido algo muy extraño.

El gatito negro le contó al marrón sus encuentros con la anciana, el hombre y el adolescente. El gato marrón no parecía sorprenderse con la historia.

- No hay nada de raro en eso, lo que ocurre es que eres negro.
- ¿Y qué ocurre?
- Llevo mucho tiempo vagando por estas calles y siempre he visto a los humanos actuar de la misma forma cuando se encuentran con gatos negros, justo como tú has contado.
- ¿Pero porqué actúan así, qué tiene de malo ser negro?
- No lo sé, los humanos creen que das mala suerte.
- ¡Pero es absurdo! Yo sólo caminaba...
- No intentes buscarle una lógica. Son humanos.

Al día siguiente, el gatito negro intentaba evitar cruzarse con los humanos, pero siempre había algún despistado que se encontraba con él y ponía la misma cara de terror, aquella expresión que tanto dolor causaba en el pequeño corazoncillo del animal. Molesto por la reacción de siempre, el gatito negro decidió cruzarse con todos los humanos que pudiera. Así que caminó por la avenida, esperando cruzarse con cientos y cientos de humanos que, al verle, se asustarían como la anciana, el hombre y el adolescente.

La primera persona que vió fue una niña de 5 años, el gatito negro caminó hacia ella y al cruzarse... no ocurrió nada. Confuso, volvió a pasar por delante de ella y en aquella ocasión, la niña se acercó al animalillo y le acarició. El gatito negro acababa de aprender una gran lección.