miércoles, 11 de julio de 2012

Ojos eternos - Prólogo


Orleans, año 1145:
Según el diario, a la criatura le gustaba esconderse en callejones y tejados. Para evitar lo segundo habían situado a varios arqueros en lugares estratégicos. A Denis le hubiera gustado reunir más gente para la caza, pero cincuenta hombres ya era un grupo bastante difícil de controlar en la noche, así que tuvo que conformarse con ellos.

Las luz de las antorchas reptaba por las paredes de las casas y avanzaba poco a poco por la calle. En sus hogares, los habitantes de Orleans dormían ajenos a la cacería que se desarrollaba fuera. Cincuenta hombres exploraban cada calle, armados con espadas y antorchas, esperando la aparición de la bestia.

Cuando el diario llegó a manos del anciano, creyó que se trataba de un cuento de fantasía o de una historia que daba peso a las creencias disparatadas de los pueblerinos, pero luego advirtió un gran parecido entre los sucesos de la ciudad y los del libro... y ya no estuvo tan seguro.

Su existencia había sido siempre discreta. Las primeras páginas del diario la sitúan en tierras nórdicas, en ellas sólo se habla de una bestia que se hace pasar por humana y que rapta y viola a cuantas mujeres encuentra. Conforme se avanza en las páginas, los diferentes autores añadían detalles del comportamiento y la apariencia del monstruo, así como de los intentos fallidos por matarlo. Ahora, Denis tenía en su mano un diario con toda la información sobre esa criatura; él acabaría lo que los otros autores no acabaron.

Alguien gritó en una calle, los nervios afloraron y el corazón comenzó a latir a ritmo de carrera, pero en seguida salió de la callejuela un perro vagabundo y todos los hombres se tranquilizaron de nuevo. Uno de ellos atravesó el cuello del animal con un cuchillo, y el perro quedó en el suelo, desangrándose.

Denis frunció el ceño en señal de desaprobación, lo que añadió más arrugas a su frente. Todos los hombres que le rodeaban eran jóvenes, casi todos eran padres de familia. En cambio el anciano ya había pasado su mejor momento, pero allí se encontraba, al mando de todos aquellos hombres y liderando la búsqueda de una extraña criatura.

La noche avanzaba y todo apuntaba a que sería otra jornada en vano. Cuanto más tardaban en encontrar a la bestia, más se oía el rumor por las calles de que un grupo de hombres marchaba por las noches en busca de algo. Pero lo que realmente preocupaba a Denis era que la criatura pudiera haberse escondido en el interior de alguna casa y les hubiera dado así esquinazo las otras noches. Pero no podían registrar cada casa, ello haría que cundiera el pánico.

No debía quedar mucho tiempo para el alba cuando sonó la señal. Fue un silbido rápido, pero suficiente para alertar a todos. El grupo se detuvo en su marcha hacia el norte en el momento en que supieron que el silbido procedía del este. Entonces todo se aceleró. Los hombres corrían por las calles, mirando a todos lados, y algunos de los arqueros saltaban de tejado en tejado persiguiendo a la criatura, que aún no se veía.

Denis se encontró con el arquero que había dado la señal.

-¿Lo has visto?

-Sí. Al principio pensé que era un ladrón, porque caminaba con sigilo, evitando las ventanas. Cuando trató de abrir la puerta de una casa lancé una flecha de advertencia y entonces la criatura saltó. Fue un salto enorme. En el momento en que dí la señal la bestia se escabulló por una callejuela hacia el este.

«Ha tratado de entrar en una casa. Seguro que así nos esquivó las otras ocasiones. Es listo.»

Los hombres avanzaron hacia el este. Pero Denis se quedó en el lugar. Era viejo, la corta carrera le había dejado exhausto, dejaría el trabajo físico para los jóvenes. Volvió al carruaje, que lo dirigió a la iglesia. Con toda la prisa que le permitían sus piernas y su corazón, subió las escaleras de la torre del campanario. Desde allí se podía ver toda Orleans. Las calles se extendían como los hilos de una antigua telaraña y entonces se dio cuenta de cuan difícil era su misión.

El horizonte comenzó a aclararse y poco a poco la luz natural fue ganando a la de las antorchas. Con el alba Denis alcanzó a ver unos puntos borrosos saltando de tejado en tejado tras la fugaz pista de la criatura. En el diario lo habían llamado de muchas formas, pero el que más se repetía era el de «caminante de las sombras», ya que la criatura prefería moverse por la noche para evitar así encontrarse con los humanos.
Entonces uno de los puntos de los tejados comenzó a moverse hacia el sur. Era extremadamente rápido y ágil en comparación a los demás, y cuando vio que los arqueros habían perdido la pista de la criatura supo qué era lo que acababa de ver.

Con suma prisa abrió su cartera de cuero y sacó de ella el espejo. Con él reflejó los primeros rayos del sol. Uno de los hombres de los tejados advirtió la señal y le respondió con un movimiento de su antorcha. Cuando el hombre apuntó al sur, Denis usó de nuevo el espejo para confirmar la dirección y en seguida los hombres comenzaron a moverse tras la bestia.

La criatura cambió de rumbo una segunda vez, esta vez al noroeste.

«¿Está jugando con nosotros?»

Volvió a guiar a sus hombres en la dirección correcta y esperó desde la torre. No le quitaba un ojo de encima a la criatura, que cada vez estaba más cerca de su posición. Su vista distaba mucho de ser buena, pero todo en aquella silueta hacía indicar que era humano. Ya había leído en el diario que la bestia era capaz de cambiar su forma. Era algo a lo que no había hecho mucho caso, pero en ese momento no estaba tan seguro.

Los primeros pueblerinos salían de sus casas. Ya no había forma de ocultar la búsqueda. Todo tenía que acabar aquella noche o se desataría el caos en la ciudad. La criatura seguía en la misma dirección, pasaría cerca.

Entonces saltó. Aquel salto sobrehumano llevó a la bestia al tejado de la iglesia, y comenzó a trepar por la torre. La bestia subió por la cara noroeste, mientras que los arqueros y sus flechas se acercaban por la sureste. Denis entró en pánico al ver que aquella cosa iba directamente hacia él. Dio un codazo al arquero que había a su lado y éste comenzó a lanzar flechas a la bestia, que las esquivaba con agilidad. Pronto el monstruo llegó al campanario y con una fuerza inaudita lanzó por los aires al arquero, cuyo grito pronto cesó.

Todo ocurrió muy rápido. Una sombra apareciendo de la nada, unas ropas viejas y ajadas que apenas cubrían una piel escuálida y blanquecina, un espeso cabello negro como la noche y dos destellos esmeralda. Aquellos ojos verdes sólo se pudieron ver un momento, pero se advertía en ellos la ira, el miedo, el odio y la sabiduría acumulada durante cientos, quizá miles de años. En aquella torre, la bestia parecía casi humana...

Y entonces el suelo se despegó de él y Denis se vio alejándose del campanario. Primero voló en horizontal, después comenzó a caer. El dolor que le había ocasionado la bestia al empujarle desapareció en el momento en que se dio cuenta de lo que ocurría. Los ojos se abrieron como platos, una electrizante sensación de pánico sacudió todo su cuerpo y sus pulmones se encogieron, impidiéndole gritar. La torre del campanario ascendió veloz mente, y lo último que vio el anciano fue una sombra descendiendo por ella.

viernes, 4 de mayo de 2012

Fantasmas en el viento

Es curioso como alguien que a priori no cree en los fantasmas puede llegar a sentir tanto pánico.

Para llegar a ser doctor en mecánica tienes que conocer al dedillo los entresijos de la materia y la energía. Pulsos eléctricos y conductores, masas y volúmenes... no hay lugar en la cabeza de un físico para los fantasmas.

Pero la vida tiene una curiosa forma de jugar con nosotros.

Son las doce de la noche y sigo trabajando. Ésta vez me apetecía un experimento sencillo. Una pila de petaca, un poco de cable, hilo de cobre y un buen imán es todo lo necesario para comprobar el electromagnetismo. Mi intención era encontrar el número óptimo de espiras de cobre con la esperanza de poder extrapolar mi pequeño experimento a otros más serios. Bastaría con poder reducir un poco el coste de las espiras que se usan en las centrales de energía para poder labrarme un buen futuro en mi campo. Pero ese maldito silbido no me permite concentrarme en las operaciones.

Suena lejos. Es un silbido constante y agudo. Al principio pensé que era un niño en la calle, pero ningún niño posee tanta capacidad pulmonar para mantener aquel silbido durante tanto tiempo.

Sería el viento.


Me guardé mi mal humor y seguí haciendo cuentas. Al final estaba tan inmerso en las operaciones que me olvidé por completo del silbido. Pero entonces sonó un golpe en mi casa. La impresión fue tal que no pude evitar dar un salto y maldecir entre dientes. El silbido volvió a mis oídos para burlarse de mi estupidez.

Caminé hasta el salón, allí donde un viejo cuadro había caído de la pared. Advertí que el silbido había cesado. La ventana estaba abierta. -He aquí el gran misterio-. Pensé con ironía. Cerré la ventana y volví a colocar el cuadro en su sitio a tiempo para escuchar cómo algo de cristal se rompía en mi habitación.

Puedo presumir de ser un hombre científico, pero reconozco que me asusté. Volví a mi habitación y vi que aquello que se había caído con tal estruendo era la lámpara de pie del rincón. Por un momento me entró pánico al ver que la bobina de cobre giraba sin descanso, después me di cuenta de que había dejado el circuito cerrado y la electricidad que pasaba por las espiras, sumadas a la acción de los imanes hacía girar la bobina. Idiota de mí. Había visto aquello millones de veces, me había asustado como un niño. Lo único raro era cómo se había caído la lámpara.

Sería el viento.


El silbido volvió. Solté un taco. Esta vez sonaba en la estancia, muy cerca. Me di la vuelta, veloz como un rayo, sólo para mirar la luna a través de las cortinas y la ventana entreabierta. La cerré, pero el silbido no cesó.

Si no que se movió.

Poco a poco, el silbido se fue haciendo más lejano. Lo seguí y me llevó de nuevo al salón. El cuadro que antes se había caído estaba torcido. Era curioso. El silbido parecía proceder de él.

Hasta entonces no me había fijado en lo que representaba. No era más que la pintura al óleo de un autor desconocido. Los tonos verdes y castaños bañaban todo el cuadro; era un bosque.

Por un momento, el silbido me recordó al sonido del viento al rozar en las hojas de los árboles. Después me reí por lo absurdo de la idea. Volví a colocar el cuadro bien y comprobé de nuevo la ventana. Con las prisas, había pillado la cortina, así que tiré de ellas, cerré bien y el silbido cesó.

Sería el viento...

¿Sería el viento?

viernes, 9 de marzo de 2012

¿Otro monstruo en el armario?

De día, la habitación de la niña era un mar de colores. Las paredes rosas rivalizaban con el amarillo, el verde y el rojo de las cortinas y las sábanas. Casi una decena de peluches reposaban en la cama perfectamente alineados mientras el resto de sus amigos observaban sin ver desde las infantiles estanterías. De noche, todos los colores se tornaban grises y la luz de la luna bañaba de plata las blancas sábanas y las paredes. Cualquier niña se sentiría una princesa en una habitación así, pero no ella.

La culpa la tenía el monstruo del armario.

Llegaba a pasarse noches enteras en vela. Y aquellas en las que sucumbía al sueño, se despertaba agitada y con pesadillas. A pesar de sus ocho años, la pequeña estaba extremadamente delgada y era propensa a enfermar. Los médicos le atribuían el problema al estrés provocado por el miedo. El miedo al monstruo del armario. Habían cambiado varias veces el mobiliario de la habitación y cambiado de estancia la cama de la niña.

Pero él seguía allí.

En el momento en que las luces se apagaban, algo dentro del armario comenzaba a agitarse y revolverse. Al principio siempre eran pequeños ruidos, pero conforme iba avanzando la noche, lo que había dentro comenzaba a impacientarse y se volvía más violento. La pequeña sentía tanto miedo que no podía hacer más que temblar y, los días que podía, lloraba hasta quedar dormida para despertar poco después bañada en lágrimas y sudor frío.

Las noches que alguno de sus padres dormía con ella o dejaban la luz encendida toda la noche, el monstruo se mantenía dócil y en silencio. Así la niña creció con pánico a la oscuridad.

Pero no siempre podría ser una niña. Cuando cumplió quince años, decidió dejar atrás aquel miedo absurdo que la había atenazado durante tantos años. Una noche de verano, dejó el armario abierto de par en par y apagó la luz. Aunque aterrada, la chica se aferró a su orgullo y se acostó en su cama.

La luz de la luna bañó la habitación de plata.

La brisa veraniega entrecerró la puerta del armario.

Y algo comenzó a revolverse dentro.

La chica olvidó su edad y volvió a sentir el pánico en su bello de punta, en sus ojos abiertos como platos y en aquel escalofrío que le subía por la columna vertebral. Buscó con desesperación el interruptor, pero la luz no se encendió cuando lo pulsó. Se levantó haciendo acopio de todas sus fuerzas y empujó la puerta del armario para cerrarla, pero no se movió. Algo la estaba empujando a su vez desde dentro.

La luz de la luna alcanzó a iluminar un rostro mortecino y unos ojos podridos que veían sin ver a la chica. Una mano blanca y huesuda salió en busca de la muchacha, que se había desmayado. Lo último que recordaría de esa noche sería un intenso olor a podredumbre, un cuerpo blanco y cadavérico saliendo del armario y unos peluches que miraban indiferentes desde sus estanterías, como si aquella niña no tuviera nada que ver con ellos.

No está muerto. No está vivo. Acecha en la noche. Espera durante el día. Se alimenta del miedo, y si no tienes miedo, él lo crea. Su recuerdo te consume. Tu vida se apaga como una vela que él sopla.
Estas palabras fueron escritas por la muchacha durante su estancia en un centro psiquiátrico. Las mismas palabras que se encontraron grabadas a arañazos en el interior del armario días después de la muerte de la chica.