sábado, 8 de octubre de 2011

El fin del mundo

Desde que la noticia surgió hace dos días, mi ciudad y todo el mundo se habían sumergido en un caos total. Lo que en un principio eran simples actos vandálicos aislados, ahora era lo único que podía verse en las calles. Alcé la vista y observé varias columnas de humo surgir entre los edificios. No habían pasado ni cuarenta y ocho horas desde que se filtró la información y la sociedad se estaba desmoronando al mismo ritmo que un castillo de arena en la orilla.

Las autoridades habían hecho un buen trabajo ocultando la información al público durante varias semanas, pero finalmente, y como cabía esperar, la noticia se filtró a los medios de comunicación y ello provocó una reacción en cadena sin precedentes.

El Sol se muere. El momento que teníamos previsto para dentro de millones de años ocurrirá el 8 de octubre de 2011, momento en el que el sol habrá alcanzado su final y se expandirá, alcanzando el radio de órbita de la Tierra para morir finalmente, calcinando en el proceso toda forma de vida en nuestro planeta.
Como es natural, la gente se tomó a broma la noticia y sólo los más alarmistas perdieron la cordura. Pero con el tiempo, lo que en un principio iba a ser un proyecto de información para tranquilizar a los habitantes, se convirtió en el desencadenante del mayor caos de la historia; en los informativos comenzaron a aparecer científicos enviados por los gobiernos, explicando con pelos y señales cuál era el comportamiento del Sol y, a los pocos minutos, la gente salió a la calle a robar, a pelearse y a amarse. Nada importaba en el fin del mundo, no habían normas, no había moral.

Caí al suelo de un empujón. A mi alrededor la gente saqueaba los comercios y reventaba los pocos escaparates que permanecían en pie. Niños llorando, perdidos. Borrachos peleándose. Jóvenes haciendo el amor en cualquier lugar. Esa era la sociedad del fin del mundo.

Y de repente, un destello. El Sol se expandió y cubrió con una luz completamente roja todos los rincones y, durante un segundo, el mundo entero contuvo la respiración, ¿cómo podía ser el apocalipsis tan bello?

Los edificios se desmoronaron como si fueran de papel, el suelo se quebró y tuve la sensación de que me movía a tal velocidad que apenas podía respirar. El viento infernal me abrasó la piel y varios cascotes me golpearon y me hicieron caer.

Entonces volvió la calma.

El rojo se tornó negro y me vi inmerso en una oscuridad total. El frío escaló desde las yemas de mis dedos hasta que cubrió por completo mi cuerpo y mi ser. Era el frío de la muerte, era el fin del mundo.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Felicidades


Hoy ha cumplido 100 años mi bisabuela Lina y hemos acudido todos a su casa para celebrarlo. Hay detalles que me gustaría comentar, ya que me han hecho reflexionar y me han enseñado cosas de la vida.

Jóvenes y viejos, trabajadores y estudiantes, todos hablábamos y debatíamos acerca de la economía, la política y, en general, de los problemas que afectan a nuestra vida cotidiana. ¿Dónde estaba mi bisabuela? De un lado para otro, ordenando la casa, limpiando lo que se ensuciaba, arreglando las flores que le habían regalado... no le importaba nuestra conversación. Ella estaba contenta de cumplir sus 100 años y nada podía sacarla de su inmensa felicidad. Ahí me dí cuenta de cuán inocentes somos aún los demás. Ella es, a sus 100 años, un ejemplo vivo de lo que es la vida: felicidad.

En cierto momento de la conversación, ella nos hizo callar y comenzó a repartir objetos que iban desde rosas de plástico hasta corazones de tela, cosas de poco valor material que, tras sus palabras, se convirtieron en verdaderas joyas, tesoros que seguro se atesorarán durante decenas de años:
"Te doy mi corazón, para que con
él llegues también a los 100 años"


Y yo, querida bisabuela, atesoraré estos momentos en mi corazón. No te puedo prometer que pueda llegar a los 100 años, lo que sí te prometo es vivir los que me quedan siguiendo tu ejemplo: buscaré la felicidad y atesoraré cada momento hasta que, cuando llegue a la vejez, pueda entregar mi corazón a las siguientes generaciones.

Felicidades.

sábado, 13 de agosto de 2011

Ojos que vigilan

Como cada noche, cerré la puerta de mi habitación, aunque sabía bien que aquello no funcionaría. Podía sentirlo, podía sentir aquellos ojos clavados en mi, podía sentir su presencia a mi alrededor y podía sentir el pánico en mis venas. Me tapé con manos temblorosas, intenté dormir, pero bien sabía que no sería tan sencillo.

El pomo giró sólo y la puerta se abrió lentamente, sin hacer ruido alguno, descubriendo el largo pasillo frente a mí. La oscuridad lo engullía por completo a excepción de una mancha blanca. Un vestido de novia, guantes y velo de seda tan blancos como la nieve. La antaño bella mujer me miraba desde la distancia, inmóvil, con sus ojos apagados fijos en los míos. Su presencia se proyectaba en cada rincón de la habitación y su mirada permanecía presente en mi interior.

De repente se oyeron ruidos. La puerta que daba a la calle se había abierto y el ruido de unas pisadas desconocidas resonaba por los pasillos. La mujer había desaparecido.

-Tenemos compañía -anunció una voz.

Dos hombres aparecieron en la oscuridad del pasillo y caminaron hasta mi cama. Llevaban pasamontañas, con lo que sólo se podían ver sus fríos ojos mirándome con malicia. Uno de ellos se adelantó y se dirigió a mí con una navaja.

-Si te portas bien, no te haremos daño. No te muevas mientras nosotros hacemos nuestro trabajo.

Y entonces volvió aquella inquietante y terrorífica presencia que me helaba la sangre. De entre las sábanas surgió una figura blanca. Su rostro estaba desencajado, con los ojos muy abiertos; se ayudaba de sus débiles brazos para salir de entre las sábanas como quien sale del agua. Su cabeza estaba inclinada hacia un lado y sus cabellos caían aleatoriamente por su rostro y sus hombros. En aquel momento sentía tanto miedo que creía que me iba a desmayar, no podía hacer más que mirar cómo la mujer aparecía y se colocaba de espaldas a mí, mirando frente a frente a los dos ladrones.

Durante un segundo, el aire de la habitación desapareció y mi cabeza comenzó a dar vueltas. Pude sentir la locura en mi mente, estuve a punto de sonreír, pero entonces todo cambió. La mujer gritó y el agudo chirrido que salía de ella hizo retumbar las paredes y los muebles de mi habitación. Todo empezó a oscurecerse a mi alrededor.

No sabría decir si fue un sueño o fue real lo que ocurrió después.

Una silueta blanca me abrazaba mientras mi habitación se desvanecía, su cabello me hacía cosquillas en el rostro cuando se acercaba para besarme en la frente. Hablaba con voz monótona, de otro mundo, pero a la vez cálida:
-No te preocupes, cariño, tu madre está aquí para protegerte.

Pero yo... no conozco a esa mujer.

sábado, 6 de agosto de 2011

¿El monstruo del armario?

Desde el mismo día en que la mudanza había terminado y la familia había comenzado a hacer su vida en la nueva casa, Timmy había palidecido y perdido peso. A sus 8 años, el niño estaba tan delgado que parecía que hasta la más mínima brisa podría llevárselo volando, lo cual serían buenas noticias para él.

Eran muchas las ocasiones en las que el pequeño había contado a sus padres que había un monstruo en el armario. Como es natural en los adultos, tomaron sus palabras como una historia surgida de su imaginación infantil. No obstante, no pasaban por alto su delgadez y su comportamiento extraño, así que habían contratado un psicólogo para que le tratara. Pero sus padres no comprendían que no necesitaba un psicólogo ¡la culpa era del monstruo del armario!

Como cada noche, el niño les había pedido a sus padres dormir con ellos, pero la respuesta siempre era la misma "ya eres mayor, así que tienes que dormir solo". Asustado y resignado, el niño se tumbó en su cama. Por la noche, la habitación parecía más pequeña. Detrás de él, la luz de la Luna pasaba a través de la ventana y creaba caprichosas formas en las paredes aún desnudas de la estancia. Justo enfrente de él estaba la fuente de sus problemas. Orgulloso e imponente, el oscuro armario vigilaba su sueño y, dentro de él, se agitaba lo que el niño más temía.

Las puertas se abrieron lentamente en un completo silencio. Una pequeña neblina plateada a la luz de la Luna inundó el suelo de la habitación y un olor acre, como a podredumbre precedió a la espantosa figura. La cara y los miembros mortecinos de aquel ser eran tan blancos como la niebla que lo rodeaba. Sus ojos podridos miraban sin ver al niño que permanecía inmóvil en la cama, presa del pánico. Sus huesudos brazos agarraron con fuerza las sábanas e impulsaron a la cadavérica y desnuda figura hasta que el rostro de la muerte y el de la inocencia estuvieron frente a frente. Sus huesudas manos acariciaron el rostro del niño mientras que de su boca surgía un leve susurro, escalofriante y amenazador. El pequeño Timy temblaba de espanto entre sus manos, pero poco podía hacer.

Aún después de que la figura desapareciera, el niño seguía oliendo el aliento de la muerte. Se había orinado encima. Comenzó a llorar. Los llantos resonaron en toda la casa, pero sus padres, aconsejados por el psicólogo, no le hacían caso. No comprendían que lo que Timmy contaba era verdad, no habían visto el rostro del monstruo del armario, no sentían dentro de ellos la desesperación que él sentía.

¿Sería verdad que la más leve brisa se lo podría llevar volando? Abrió la ventana y el frío viento invernal azotó su rostro.

sábado, 30 de julio de 2011

La leyenda de Irkam

Las puertas de acero negro se abrieron sin ofrecer resistencia alguna, marcando con sus chirridos los accesos de pánico de los cinco chicos, que permanecían quietos a la espera de que alguno de ellos se envalentonara y diera un paso adelante.

-Nadie se mueve, ¿sois unos gallinas?
-Tú tampoco te adelantas.
-Porque vosotros no lo hacéis.
-¿No será que tienes miedo?
-¡Yo no tengo miedo!
-¡Pues vamos ya!

A regañadientes, los chicos comenzaron a avanzar. Dentro de ellos, sus corazones latían con fuerza y sus ojos y oídos estaban alerta; eran cinco ratones.

Un desagradable chirrido y un gran golpe metálico anunció que las puertas se habían cerrado tras ellos.

-Se han cerrado.
-¿Y qué hacemos ahora?
-Luego las saltamos.
-¿Y si nos quedamos encerrados aquí?
-Sois unos gallinas.

A pesar de que ninguno quería seguir allí, no querían parecer cobardes, así que todos siguieron avanzando bajo una total oscuridad. El camino hasta el cementerio había estado iluminado por la luz de las estrellas y la luna, pero sobre el camposanto siempre permanecía una nube oscura que proyectaba la oscuridad entre las lápidas y los muros del recinto. Los chicos habían encendido sus linternas, pero la luz que despedían apenas alcanzaba dos metros. Era como si la oscuridad fuera más densa que el propio aire.

Los cinco chicos caminaron entre las lápidas y finalmente decidieron parar en el espacio entre dos de ellas. Comenzaron a colocar velas a su alrededor y las encendieron con mecheros.

-¿Os sabéis la leyenda de Irkam?
-¿No es así como se le llama a La Muerte?
-Para contarlo hay que colocar las velas en forma de círculo.

Los chicos colocaron las once velas formando una circunferencia. El chico dibujó en la tierra un triángulo invertido, y un ojo dentro de él con una línea como pupila.

-Dicen que si las velas se apagan solas a la vez, la historia cobra vida y aquellos que la han escuchado desaparecen para siempre.
» Hace mucho tiempo, había un hombre que era temido por todos en el pueblo. Los ciudadanos decían que era tan peligroso que ni La Muerte se atrevía a visitarle. Según los rumores, aquel hombre había vivido más de doscientos años y en su enorme mansión sólo vivían él, una serpiente que tenía como mascota y su mujer.
» La esposa de aquel hombre era una mujer muy bella, cuando caminaba por los mercados y las calles, los hombres se giraban, pero cuando reconocían a la mujer de Irkam salían corriendo por puro miedo. Pero un día llegó al pueblo un apuesto viajero. Ajeno a la sombra que había detrás de aquella mujer, se acercó a ella y pronto trabaron una relación a espaldas de su marido.
» El hombre, que no era tonto, comenzó a sospechar de las salidas de su esposa y envió a su serpiente para que la vigilara. El animal siempre volvía y le contaba todo cuando hacía su mujer con aquel desconocido. Lo que la serpiente no había alcanzado a conocer es que la pareja había decidido envenenar a Irkam.
» A los pocos días, el temido hombre había muerto y, durante un corto período de tiempo la pareja fue feliz. Pero entonces les encontró la serpiente y, antes de devorarlos a los dos, les transmitió las últimas palabras de su amo:
"Maldigo a aquellos que han provocado mi muerte. De ahora en adelante, todos aquellos que cuenten esta historia, escucharán estas palabras de boca de mi serpiente y desaparecerán para siempre"
» Se dice que cuando Irkam murió, La Muerte le ofreció su trabajo, y desde entonces los dos son uno solo.


Los chicos habían permanecido atentos a la historia, ajenos a que la temperatura había bajado significativamente en el cementerio. Al poco tiempo comenzó a llover copiosamente, pero los chicos no se atrevieron a salir de allí sin ver cómo se apagaban las velas. El viento y la lluvia lograron apagar todas las velas a la vez, y el pánico se apoderó de los chicos, que comenzaron a correr para salir del camposanto, aunque no lo lograron.


Al día siguiente, la policía encontró cinco cadáveres diseminados por todo el cementerio y la marca en la tierra de algo que se había arrastrado entre ellos.

viernes, 22 de julio de 2011

Espada negra (Parte II: El expreso)

-¡Maldición!
Sin previo aviso, el tren había partido al poco tiempo de poner un pie dentro de él. El policía observó desde la ventana más cercana cómo su compañero, pálido y con los ojos como platos, miraba perplejo mientras el expreso partía ¿qué demonios le pasaba?

Había que hablar con el maquinista, aunque seguramente no sabría nada acerca de las desapariciones en aquel tren, su obligación era hacerle las preguntas pertinentes y, de paso, quejarse por no avisar antes de poner en marcha el tren.

El hombre comenzó a caminar por los vagones. Para su gusto, la decoración era demasiado recargada, muy a la antigua. Las paredes y las puertas estaban enmarcadas con motivos cobrizos que se alargaban y retorcían como serpientes de sangre, y los muebles que alcanzaba a ver dentro de las habitaciones que no estaban cerradas eran de madera retorcida y oscura. A pesar de que aquella decoración de dudoso gusto le otorgaba un aire de distinción y lujo al tren, las paredes del mismo estaban llenas de manchas de humedad e incluso en algunos rincones había crecido musgo.

El policía decidió parar en el vagón restaurante para tomar algo. En aquel vagón parecían estar los ciudadanos más pudientes, cuyas habitaciones estaban más cerca de la locomotora, al contrario que el resto de los pasajeros, que dormían más cerca de los vagones de mercancías.

Bastó una mirada rápida para darse cuenta de que aquel era un tren de locos. Doncellas que parecían salidas de principios del siglo XIX comían y bebían a varias mesas de distancia de familias modernas. El policía se sentó en la barra y pidió algo de alcohol al camarero, un hombre paliducho cuya salud era más que cuestionable. A su lado había sentada una mujer vestida a la antigua; llevaba un vestido grisáceo bastante feo que cubría por completo su cuerpo, de cuello alto y mangas anchas. Su piel horriblemente pálida y sus labios descoloridos anulaban lo poco de belleza que pudiera tener.

-Es usted policía, por lo que veo, ¿ocurre algo en el expreso?
-No, no se debe preocupar por nada, señorita -mintió el policía.

Tenía información de que se producían desapariciones en los andenes. Éstas habían comenzado a ser preocupantes desde que el expreso número once comenzara a viajar de un extremo a otro del país. Aunque cada vez era menor el número de personas desaparecidas, seguía habiendo gente que se esfumaba de la faz de la tierra. Cuestión inquietante, sin duda.

-¿A dónde se dirige usted, señorita? -preguntó el policía.
-A ningún lugar en concreto, agente. Me gusta viajar en el tren sin rumbo fijo.
-Entiendo. Disculpe mi indiscreción, señorita.

El policía dejó el vaso vacío y una propina para el camarero y se dirigió hacia el pasillo en dirección a la locomotora. Si todos los viajeros estaban igual de chalados que la mujer con la que había hablado, compadecía a los trabajadores del expreso.

Llamó a la puerta de la locomotora con la porra para hacerla sonar en el metal negro de la enorme máquina. Aún así nadie respondió, así que abrió él.

En el mismo momento en que su mirada recorrió toda la cabina, el pánico se apoderó de él. Su cuerpo se había quedado helado, ni sus brazos ni sus piernas respondían. El policía se había convertido en un muñeco que no podía hacer más que mirar a la figura negra que tenía ante él. Una silueta del negro más oscuro que hubiera visto jamás. Parecía estar envuelta en una capucha de un material etéreo que se desvanecía y reagrupaba como el humo. Su mano sujetaba una espada negra, larga, estrecha y tan oscura como la muerte.
Cuando el ser habló, lo hizo con una voz profunda, fría y escalofriante:

-Nos vamos a la eternidad.

El policía pudo ver a través de los cristales que habían a espaldas de la figura negra cómo el paisaje se movía de golpe. Primero el cielo oscuro de la noche. Después el mar. En pocos segundos, la estancia al completo se había inundado. Trató de salir a la superficie, pero era inútil, la puerta de la locomotora se había cerrado detrás de él, impidiéndole la salida y la figura negra había desaparecido.

Entonces supo que aquel no era el expreso número once, sino el número dos.

sábado, 16 de julio de 2011

Espada negra (Parte I: El andén)

-¿Es ese el tren al que tenemos que subir?

Los pasos de los dos policías pasaban inadvertidos entre el gentío. A su alrededor, los viajeros conversaban a voz en grito para hacerse oír entre los ruidos típicos de un andén. Lo que no pasaba inadvertido era el tren: una enorme locomotora negra como la noche más oscura. Tanto ésta como los vagones estaban adornados con florituras cobrizas que, a la luz de la luna, adquirían unos reflejos rojos como la sangre. En un lateral de la locomotora se podía ver el número del tren, expresado como dos líneas verticales.

-¿Este es el número once o el dos?
-Obviamente es el once.

El segundo policía tenía razón. A los expresos los iban numerando conforme tocaban las vías del tren. Los números de los trenes jubilados quedaban reservados y no se podían reutilizar. El expreso número dos, concretamente, había dejado de recorrer las vías hacía más de diez años, cuando descarriló en una curva y calló directo al mar. No encontraron ni un cuerpo.

Algunos de los viajeros comenzaron a entrar en el tren. Nadie bajó de él, pero los policías no dieron importancia a aquel detalle. No obstante, sí se dieron cuenta de que pocas personas se decidían a entrar. La gran mayoría permanecía en sus posiciones, hablando tranquilamente, haciendo caso omiso del tren que en breves habría de partir.

-Entra tú, - le dijo uno de los dos policías a su compañero-, yo voy a preguntar por aquí.
-Como quieras.

El hombre recorrió el andén con la vista y advirtió que la gran mayoría de los pasajeros seguían en el andén y no parecían tener intención de montarse en el expreso. El policía se acercó a una familia, los niños miraban asombrados a su alrededor, era evidente que nunca habían visto un tren.

-Disculpen - se dirigió al padre, con educación-, ¿qué tren están esperando?
-Esperamos al número once.

Antes de que el policía pudiera formular una pregunta evidente, el expreso rugió desde las vías y, sin más aviso que el ruido del motor, se puso en marcha. En apenas unos segundos lo único que se podía ver de la enorme máquina era la columna de humo que dejaba atrás, más oscura que el cielo nocturno de aquella noche.

Un momento después, paró frente a él otra locomotora. Ésta, a diferencia de la anterior, era gris y sus adornos eran plateados. En un costado estaba escrito claramente el número once. Los ojos del policía se abrieron como platos.

Jamás volvió a ver a su compañero.

viernes, 8 de julio de 2011

Reflejos en la orilla

Como cada día, las pisadas del chico se detuvieron a los pies del faro. El sol veraniego iluminaba cada rincón de la playa con tal fuerza que la arena parecía brillar con luz propia.

El chico se sentó en las rocas, mirando al mar. Al lejano sonido de los bañistas y de las gaviotas se unía el rugir de las olas. El basto océano siempre había sido para él un símbolo de pureza y de fuerza. Pero desde hace unos meses, lo único que veía en él eran recuerdos, reflejos de una vida pasada que se escapaba arrastrada por las corrientes del olvido.

Recordaba las noches con ella. La luz del faro alumbraba cada parcela del mar y, en cierto modo, encendía la llama de la vida. Le encantaba ver la luz de la Luna en sus ojos. Amaba ver su piel decorada con las ondas del mar. Adoraba besar sus labios, que sabían a sal.

Pero ya no quedaba nada de aquellos momentos. Nunca más volvería a ver sus ojos. Nunca más podría acariciar su piel. Nunca más volvería a besar sus labios. Nunca más se volvería a encender la luz del faro. Nunca más las estrellas brillarían como antes. Nunca más la Luna podría ser tan bella. Nunca más volverían aquellas noches inolvidables.

Todo eran reflejos en el agua.


Las olas rompieron con fuerza a los pies del chico. Unas finas gotas de agua salada se posaron en su rostro y resbalaron por sus mejillas.

Ya no volvería más a aquel lugar.

sábado, 2 de julio de 2011

Función

El público ya ocupaba sus asientos. Para sorpresa de todos, el teatro se había llenado por completo. Todos habían acudido a escuchar a un joven pianista que, según los rumores, era especialmente virtuoso. Nadie sabía a ciencia cierta de dónde había salido un chico de tanto talento, pero lo que sí sabían es que ellos iban a presenciar su primera función y que, de convertirse en un artista de renombre, podrían presumir después de haberle seguido desde sus inicios.

Las luces se apagaron y el silencio se hizo en el acto. Las enormes cortinas escarlata se abrieron con elegancia para mostrar un escenario desnudo a excepción de un brillante piano de cola. Los pasos del pianista resonaron en todo el teatro. El músico al que todos habían acudido a escuchar era un joven de unos veinticinco años; alto, delgado, de piel pálida y pelo negro algo despeinado; iba vestido con un traje negro.

El público aguardaba en silencio mientras el chico, sin desviar la mirada del frente, se acercaba hasta el piano y se sentaba frente a él. En seguida el teatro se llenó de las dulces notas que emitía el piano. Un murmullo de sorpresa y admiración recorrió las butacas a la vez que la melodía que creaba el joven se volvía más fluida y cálida.

Virtud y genialidad eran adjetivos insuficientes para describir la habilidad del joven que, con sus notas, había logrado encandilar a todo el público, el cual se esforzaba en aguantar las lágrimas y disimular la piel de gallina. Todos permanecían incrédulos y asombrados ante la música celestial que envolvía el teatro y les abrazaba con calidez. Parecía imposible que un talento de aquella magnitud hubiera permanecido oculto hasta aquel mismo momento en el que el joven, con sus manos, comenzó a tocar aquella bendita melodía que, ojalá, nunca acabara.


El coche de bomberos corría a toda prisa. Al parecer, el teatro de la ciudad comenzó a arder media hora atrás, pero hasta entonces no habían recibido ninguna llamada de los vecinos ni de los transeúntes, lo cual era realmente extraño y preocupante, pues se suponía que en aquel mismo momento había una función musical.

En cuanto llegaron al edificio, pudieron ver cómo de las ventanas y la puerta escapaban columnas de humo negro. A través de los cristales podía verse el fulgor de las llamas que, casi con toda seguridad, habían arrasado el interior del teatro por completo. No obstante, nadie había salido del edificio, y aquello era lo que más preocupaba a los bomberos.

Mientras las mangueras comenzaron a disparar agua a las ventanas, el jefe de bomberos entró en el teatro en busca de supervivientes. Para su sorpresa, las llamas cubrían las paredes, pero no el suelo del pasillo, por el que se podía caminar sin problemas. La puerta de roble que daba a las butacas tampoco estaba dañada. Con suerte, el fuego no habría llegado dentro y la función continuaba ajena a lo que ocurría en el exterior.

Intentando aparentar calma, el hombre abrió la puerta con firmeza y se encontró con una impactante imagen; el fuego había arrasado todo. El público parecía haber muerto en el acto, pues los cadáveres calcinados permanecían sentados en sus butacas, mirando hacia el escenario, del que aún llegaban las notas del piano.

Aún impresionado, pero arropado por la melodía, el jefe de bomberos caminó hacia el origen de aquellas tímidas pero dulces notas. Cuando subió al escenario, pudo comprobar que, a pesar de que el piano y su traje permanecían intactos, el pianista también había sido devorado por las llamas. No obstante, pudo ver cómo un huesudo dedo presionaba el teclado emitiendo una nota que se prolongó varios segundos, dando por terminada aquella extraña función.

De repente, el hombre sintió cómo el pánico se apoderaba de él. Sus ojos se abrieron como platos y un escalofrío subió con fuerza por su cuerpo haciéndole temblar; a sus espaldas, los cadáveres destrozados de las personas que habían acudido al teatro se habían levantado de sus asientos y en aquel momento aplaudían y ovacionaban al pianista cuyo cadáver había desaparecido.

sábado, 18 de junio de 2011

El bosque de las almas

La luz de la Luna teñía de plata las copas de los árboles, sin embargo, sólo unos pocos rayos de luz argenta atravesaban las tupidas ramas y formaban caprichosas siluetas en el suelo. El ruido de la gélida brisa rozando las hojas silenciaba el resto de sonidos del bosque, incluidos los pasos de un viajero extraviado.

Llevaba horas caminando y ya ni siquiera recordaba cómo era el mundo fuera de aquel frío y tenebroso bosque. Bajo el calor y la luz de una tímida antorcha, el excursionista vagaba entre los árboles sin un rumbo fijo ¿estaría caminando en círculos?

Una diminuta pero potente luz dorada bajó de la copa de uno de los árboles y se posó en el suelo frente al caminante perdido. La fuente de luz, poderosa como un pequeño sol, mostró a una pequeña ardilla con un diminuto farolillo colgando del collar. De repente el aire no era tan frío, si no que había tomado una calidez que penetró por la piel del viajero e inundó su corazón.

-¿Estás perdido? -preguntó la ardilla, con la voz propia de un niño pequeño.

A pesar de lo extraño de aquella imagen, el caminante no se había sorprendido. El calor que emanaba del farolillo del animal apaciguaba sus sentidos y un leve aroma floral muy distinto al de la tierra húmeda que hasta entonces le había acompañado le hizo entrar en una especie de trance. El hombre se limitó a mirar a la ardilla, la cual le devolvía una mirada profunda, curiosa.

-Te has perdido, ¿verdad?
El excursionista asintió.
El pequeño animal dio media vuelta y subió a las ramas más bajas de un árbol cercano.
-Sígueme, yo te guiaré.

La ardilla comenzó a saltar de un árbol a otro, dejando tras de sí una estela dorada que el viajero siguió sin pensar. Durante varios minutos, el caminante continuó tras la estela de oro sin decir una palabra. Pero finalmente se decidió a hablar.

-¿A dónde me llevas?
-Estás perdido, ¿verdad?
-Sí -respondió el viajero, con total seguridad.
-Desearías estar en casa y dormir, ¿cierto?
-Sí.
-Te llevaré a un lugar en el que podrás descansar. Sólo sígueme.
-Vale.

La estela dorada y el viajero extraviado se perdieron en la oscuridad del bosque. La gélida brisa hizo silbar las hojas de los árboles, que parecían entonar las notas de una canción que recorrió todo el bosque.

La estela dorada en el bosque te acompañará al eterno sueño.
Sigue a la ardilla maldita, el Rey del Infierno es su dueño.

domingo, 29 de mayo de 2011

Teatro de Marionetas.

Entre la profunda oscuridad, sólo la tímida luz de una pequeña farola alumbraba el suelo y las paredes de cartón de la Calle de las Marionetas. Cerca de la media noche, sólo el sonido de unos pasos rompía el silencio en el cual estaba sumido aquel pequeño mundo. Mark vestía un traje negro, formal, y sujeto a su mano, llevaba un maletín del que jamás se había separado, igual que tampoco se había despegado nunca del sombrero de copa que ocultaba su calvicie.

A cada paso, Mark emitía aquel característico ruido, un sonido hueco, típico de las marionetas hechas de madera. El trabajador llegó hasta el portal 63 y abrió la puerta. La escena cambió a su alrededor y en unos segundos se vio transportado al interior de su casa. Una diminuta pero bonita cocina le daba la bienvenida, en el centro de la estancia se levantaba una mesa con una silla de madera y pegados a la pared, se encontraban un tosco frigorífico y una lavadora que ni siquiera se podían abrir.

Con sumo cuidado, sin que se enredaran las cuerdas, Mark se sentó en la silla y apoyó su mano con el maletín sobre la mesa. Marcos imaginó a su marioneta sirviéndose una sobria cena, la cual comería con prisa para irse pronto a la cama, pues Mark tenía que madrugar al día siguiente, como siempre.

Tras unos minutos, Mark se levantó de la silla y con un salto, salió de la cocina para caer en su habitación. Un armario que no se podía abrir, un escritorio sin silla y una cama dura eran los elementos de aquella estancia. Objetos que sólo servían para adornar pues, al fin y al cabo, las marionetas no podían disfrutar de ninguno de ellos.

Mark se acercó a la cama y los hilos que antes le sujetaban se relajaron cuando, de repente, las campanadas del reloj de pared anunciaron la medianoche. Debido al susto, Marcos había soltado las guías de la marioneta y Mark cayó de bruces en el suelo.

Una eléctrica sensación de pánico subió por su columna vertebral cuando su mirada se encontró frente a frente con la de Mark que, desde el suelo, le miraba con sus ojos vacíos. Sus extremidades se habían doblado en extrañas posiciones y algunos de los hilos se habían cruzado, pero sus ojos parecían fijos en Marcos que, de repente, se sentía pequeño en aquel universo.

Ya no estaba seguro de quién era la marioneta.

viernes, 20 de mayo de 2011

Cuervos

Humanos.
Desde el cielo.
Desde las ramas.
Desde las cornisas de vuestros propios edificios.
Os observamos.

Seguimos vuestros movimientos, observamos vuestras acciones, y aún conviviendo con vosotros desde hace millares de años no os comprendemos. ¿Qué es lo que nos hace tan terribles a vuestros ojos? ¿Por qué creéis que nosotros traemos la desgracia? ¿Por qué cuando vuestros ojos se encuentran con los nuestros, podemos ver el miedo en vuestras almas?
¿Por qué... nos odiáis?

Vuestro miedo, vuestro odio y vuestros prejuicios son infundados. Nosotros no traemos la mala suerte, sois vosotros, humanos, los que os labráis un funesto futuro con vuestras egoístas vidas.

Así pues, nosotros criaturas de plumaje y ojos negros como el abismo más profundo. Nosotros, criaturas procedentes del averno. Nosotros los cuervos, seguiremos observándoos desde el cielo, desde las ramas y desde las cornisas, esperando el momento en que vuestras despreciables vidas acaben, y entonces, nuestro cantar os abrirá las puertas del verdadero infierno.

martes, 19 de abril de 2011

El último autobús

La tenue luz que escapaba de las mugrientas farolas no era suficiente para alumbrar la estación. La lluvia golpeaba con fuerza el asfalto y el techo de los autobuses. Un pequeño grupo de personas se amontonaba tiritando debajo de un tejado esperando a que el conductor abriera la puerta del último autobús de la noche. El frío viento azotaba las caras de jóvenes y viejos, de niños y adultos que esperaban impacientes a que despertara la enorme máquina que había de llevarlos a sus hogares.

Las luces del autobús se encendieron como un relámpago y el motor como un trueno. Las puertas se abrieron y yo esperé mi turno para subir. La lluvia se cebaba con aquellos que esperaban cerca de la puerta para entrar. Molesto, caminé buscando los últimos asientos, donde yo y mis amigos nos sentamos para charlar de vuelta. En seguida el sonido de la lluvia que reinaba fuera se vió sustituido por nuestras bromas y por nuestros gritos.

Al otro lado de la ventana el oscuro paisaje comenzó a moverse, todos estaban en sus asientos y el autobús comenzó a navegar entre las sombras de la noche hacia un destino confuso. Dentro hacía calor y tanto yo como mis amigos hablábamos a voz en grito, molestando a los viajeros, cosa que a nosotros nos importaba bien poco.

Alguien se levantó de su asiento y nos mandó callar. Un niño de unos 10 años, de tez clara y cabello oscuro ¿quien era él para mandarnos a nosotros? Algunos de mis amigos se burlaron de él y el niño se volvió a sentar.

El autobús circulaba por una solitaria carretera, en las ventanas empañadas sólo podían verse los surcos que la lluvia dejaba en el cristal. Sólo nuestras voces se oían en el autobús, pero callamos enseguida cuando las luces se apagaron. No tardamos ni un segundo en retomar nuestras bromas, haciendo aún mas ruido amparados por la oscuridad. Cuando las luces volvieron, mi corazón dió un vuelco. El niño que antes nos había mandado callar ahora estaba sentado entre nosotros.

-¿Qué haces? - le espetó uno de mis amigos.
-¿Podéis oírme? - dijo el chico.

Aquella pregunta fué desconcertante, pero uno de mis colegas respondió antes de poder pensar en ello:

-Pues claro. Pírate de aquí.
-No puedo - contestó el chico con voz serena.
-No seas imbécil y pírate, tío - le dijo un amigo empujándole. El niño no se movió.
-No puedo irme, porque este es mi sitio.
-Este no es tu sitio subnormal, lárgate de una puta vez.
-¿Podéis oírme? - volvió a preguntar.
-¿Este tío está loco o qué?

¡Desde luego que estaba loco! Sus palabras me llegaban al cerebro en forma ideas inconexas, algo no funcionaba en la cabeza de ese crío.

-¿Por qué podéis oírme?
-¿Eres tonto o qué? ¡Que te pires de aquí!
-No puedo, si quiero salir del autobús no puedo, porque este es mi sitio.
-¿Pero qué hablas?
-He intentado salir muchas veces, pero no puedo. Nadie me ayuda, nadie me hace caso.
-Este tío está loco.
-¿Loco? -repitió el niñoo, que calló un segundo y después sonrió- ¡Loco, eso es! A lo mejor... ¡a lo mejor estoy loco!

¡¿Qué demonios estaba pasando?! Mis amigos y yo nos habíamos quedado callados, visiblemente sorprendidos.

-A lo mejor es eso ¡a lo mejor sólo estoy loco! ¡Si estoy loco podré salir! ¿Vosotros creéis que estoy loco?
-Claro, estás como una cabra - afirmó un colega.
-¡Estoy loco!

El chico se levantó y se quedó de pié delante de la puerta del autobús, sonriendo ¡Y preguntaba si estaba loco, estaba para encerrarlo! La gente lo ignoraba, supuse que no querían que les ocurriera lo mismo que a nosotros. En cierto modo aquello nos estaba bien empleado.

El autobús paró y el ruido de la lluvia en el exterior volvió a reinar; habíamos llegado a la primera parada. El chico fue el primero en bajar y después le siguieron varias personas. La gente que se había bajado corría para refugiarse de la lluvia. No ví al chico, pero no le dí importancia ¡por fin nos habíamos librado de él!

Volvimos a ponernos en marcha, la siguiente parada era la nuestra. Retomamos nuestra cantinela y en seguida la tormenta que se desataba en el exterior se vió acallada por nuestras risas, nuestros chistes y nuestras tonterías.

Las luces se volvieron a apagar y nosotros volvimos a hacer bromas. Pero las risas se convirtieron en silencio, en un grito vacío cuando al volver la luz, a nuestro lado, estaba el niño otra vez. Un amigo, logró hacer un ruido que, si bien trataba de parecerse a un grito, el miedo debía de haberlo distorsionado, pues parecía un gruñido. Yo, que estaba al lado del niño, fui incapaz de emitir sonido alguno. Mis entrañas parecían haberse marchado de mi cuerpo y por mis venas corría escarcha en ese momento.

-No he podido... -dijo el niño.
-¡Joder! -logró exclamar uno de mis amigos.
-¿Pero tú no te habías bajado? -preguntó otro.
-No he podido... me habéis mentido, no estoy loco... no he podido...

Mi cabeza iba a estallar, ¿que hacía el chico allí? ¡Se había vuelto a subir después de haber bajado, por eso no lo ví fuera! Y al igual que en la otra ocasión había aprovechado que las luces se habían apagadado para sentarse con nosotros sin que le viéramos ¡Realmente estaba para encerrarlo!

-Mira chaval, vete de aquí -me atreví a decirle.
-No puedo... no puedo... este es mi sitio... no puedo...
-Sí puedes, lárgate ya.
-No puedo...

El autobús paró por segunda vez. El resto de viajeros que permanecíamos dentro nos levantamos y nos pusimos en cola para bajarnos. Delante de nosotros estaba el chico, separado de mí por tres personas. Uno por uno, fueron bajando hasta que el autobús quedó vacío. El conductor, después de asegurarse de que no había quedado nadie dentro, se bajó y cerró con llave.

La lluvia y el viento me azotaban la cara, era tarde y aún tenía que caminar hasta casa con aquella tormenta, pero yo no quería irme sin antes ver hacia donde se marchaba aquel extraño niño. Al parecer mis amigos estaban en la misma situación que yo y los cuatro buscábamos a nuestro alrededor.
Uno de ellos me dió varias golpes en el brazo y señaló al interior del autobús. Una de las cortinas que habían cerradas se estaba moviendo y cuando se abrió se me heló la sangre por completo, comenzé a sudar a causa del terror y tanto mi cuerpo como mi mente se paralizaron por completo ante la visión de aquel chico sonriéndonos desde dentro del autobús. Uno de mis amigos tiró de mí y los cuatro nos alejamos corriendo del lugar, bajo la lluvia, bajo los truenos, bajo la atmósfera que parecía reírse de nosotros.


La oscuridad enseguida dejó atrás la silueta del autobús y su extraño ocupante...

El gato negro

Era de noche. Estaba lloviendo. Las gotas de agua podían verse caer iluminadas por la luz de las farolas y de los faros de los coches que circulaban por la calle. Bajo un todoterreno que había aparcado sobre la acera, un gatito negro de apenas unos meses de edad se refugiaba de la lluvia. El animalillo había nacido en la calle y desde el mismo momento de su nacimiento era un vagabundo.

Cesó la lluvia. El gatito negro salió de su escondite y miró la luna llena. Se dispuso a caminar hacia un callejón pasado frente a una anciana y notó que a la mujer se le ponían los pelos de punta, nuestro gatito pudo sentir la mirada de la anciana clavándose en él. Asustado, corrió a toda prisa hacia las sombras.

El callejón desembocó en otra calle y el gatito negro volvió a cruzarse con una persona, un hombre alto y de aspecto amenazador que caminaba a paso rápido. Sin embargo, en el momento en que ambos se cruzaron, el hombre se detuvo y miró al animal con la misma expresión que la anciana. Presa del pánico, el gatito negro huyó de nuevo.

Emprendió de nuevo su camino por una calle grande. Los coches pasaban con prisa por la carretera, pero a aquellas horas de la noche las aceras estaban vacías. Sólo una persona caminaba por allí, un adolescente que, al cruzarse con el gato, actuó de la misma forma que las dos personas con las que se había cruzado anteriormente. Tan asustado como molesto, el pequeño animal decidió esconderse cerca de unos contenedores, allí esperaba otro gato cuyo pelaje marrón claro quedaba favorecido por la luz de la luna.

- Hola, joven gato -le saludó con solemnidad.
- Hola. Me ha ocurrido algo muy extraño.

El gatito negro le contó al marrón sus encuentros con la anciana, el hombre y el adolescente. El gato marrón no parecía sorprenderse con la historia.

- No hay nada de raro en eso, lo que ocurre es que eres negro.
- ¿Y qué ocurre?
- Llevo mucho tiempo vagando por estas calles y siempre he visto a los humanos actuar de la misma forma cuando se encuentran con gatos negros, justo como tú has contado.
- ¿Pero porqué actúan así, qué tiene de malo ser negro?
- No lo sé, los humanos creen que das mala suerte.
- ¡Pero es absurdo! Yo sólo caminaba...
- No intentes buscarle una lógica. Son humanos.

Al día siguiente, el gatito negro intentaba evitar cruzarse con los humanos, pero siempre había algún despistado que se encontraba con él y ponía la misma cara de terror, aquella expresión que tanto dolor causaba en el pequeño corazoncillo del animal. Molesto por la reacción de siempre, el gatito negro decidió cruzarse con todos los humanos que pudiera. Así que caminó por la avenida, esperando cruzarse con cientos y cientos de humanos que, al verle, se asustarían como la anciana, el hombre y el adolescente.

La primera persona que vió fue una niña de 5 años, el gatito negro caminó hacia ella y al cruzarse... no ocurrió nada. Confuso, volvió a pasar por delante de ella y en aquella ocasión, la niña se acercó al animalillo y le acarició. El gatito negro acababa de aprender una gran lección.