sábado, 30 de julio de 2011

La leyenda de Irkam

Las puertas de acero negro se abrieron sin ofrecer resistencia alguna, marcando con sus chirridos los accesos de pánico de los cinco chicos, que permanecían quietos a la espera de que alguno de ellos se envalentonara y diera un paso adelante.

-Nadie se mueve, ¿sois unos gallinas?
-Tú tampoco te adelantas.
-Porque vosotros no lo hacéis.
-¿No será que tienes miedo?
-¡Yo no tengo miedo!
-¡Pues vamos ya!

A regañadientes, los chicos comenzaron a avanzar. Dentro de ellos, sus corazones latían con fuerza y sus ojos y oídos estaban alerta; eran cinco ratones.

Un desagradable chirrido y un gran golpe metálico anunció que las puertas se habían cerrado tras ellos.

-Se han cerrado.
-¿Y qué hacemos ahora?
-Luego las saltamos.
-¿Y si nos quedamos encerrados aquí?
-Sois unos gallinas.

A pesar de que ninguno quería seguir allí, no querían parecer cobardes, así que todos siguieron avanzando bajo una total oscuridad. El camino hasta el cementerio había estado iluminado por la luz de las estrellas y la luna, pero sobre el camposanto siempre permanecía una nube oscura que proyectaba la oscuridad entre las lápidas y los muros del recinto. Los chicos habían encendido sus linternas, pero la luz que despedían apenas alcanzaba dos metros. Era como si la oscuridad fuera más densa que el propio aire.

Los cinco chicos caminaron entre las lápidas y finalmente decidieron parar en el espacio entre dos de ellas. Comenzaron a colocar velas a su alrededor y las encendieron con mecheros.

-¿Os sabéis la leyenda de Irkam?
-¿No es así como se le llama a La Muerte?
-Para contarlo hay que colocar las velas en forma de círculo.

Los chicos colocaron las once velas formando una circunferencia. El chico dibujó en la tierra un triángulo invertido, y un ojo dentro de él con una línea como pupila.

-Dicen que si las velas se apagan solas a la vez, la historia cobra vida y aquellos que la han escuchado desaparecen para siempre.
» Hace mucho tiempo, había un hombre que era temido por todos en el pueblo. Los ciudadanos decían que era tan peligroso que ni La Muerte se atrevía a visitarle. Según los rumores, aquel hombre había vivido más de doscientos años y en su enorme mansión sólo vivían él, una serpiente que tenía como mascota y su mujer.
» La esposa de aquel hombre era una mujer muy bella, cuando caminaba por los mercados y las calles, los hombres se giraban, pero cuando reconocían a la mujer de Irkam salían corriendo por puro miedo. Pero un día llegó al pueblo un apuesto viajero. Ajeno a la sombra que había detrás de aquella mujer, se acercó a ella y pronto trabaron una relación a espaldas de su marido.
» El hombre, que no era tonto, comenzó a sospechar de las salidas de su esposa y envió a su serpiente para que la vigilara. El animal siempre volvía y le contaba todo cuando hacía su mujer con aquel desconocido. Lo que la serpiente no había alcanzado a conocer es que la pareja había decidido envenenar a Irkam.
» A los pocos días, el temido hombre había muerto y, durante un corto período de tiempo la pareja fue feliz. Pero entonces les encontró la serpiente y, antes de devorarlos a los dos, les transmitió las últimas palabras de su amo:
"Maldigo a aquellos que han provocado mi muerte. De ahora en adelante, todos aquellos que cuenten esta historia, escucharán estas palabras de boca de mi serpiente y desaparecerán para siempre"
» Se dice que cuando Irkam murió, La Muerte le ofreció su trabajo, y desde entonces los dos son uno solo.


Los chicos habían permanecido atentos a la historia, ajenos a que la temperatura había bajado significativamente en el cementerio. Al poco tiempo comenzó a llover copiosamente, pero los chicos no se atrevieron a salir de allí sin ver cómo se apagaban las velas. El viento y la lluvia lograron apagar todas las velas a la vez, y el pánico se apoderó de los chicos, que comenzaron a correr para salir del camposanto, aunque no lo lograron.


Al día siguiente, la policía encontró cinco cadáveres diseminados por todo el cementerio y la marca en la tierra de algo que se había arrastrado entre ellos.

viernes, 22 de julio de 2011

Espada negra (Parte II: El expreso)

-¡Maldición!
Sin previo aviso, el tren había partido al poco tiempo de poner un pie dentro de él. El policía observó desde la ventana más cercana cómo su compañero, pálido y con los ojos como platos, miraba perplejo mientras el expreso partía ¿qué demonios le pasaba?

Había que hablar con el maquinista, aunque seguramente no sabría nada acerca de las desapariciones en aquel tren, su obligación era hacerle las preguntas pertinentes y, de paso, quejarse por no avisar antes de poner en marcha el tren.

El hombre comenzó a caminar por los vagones. Para su gusto, la decoración era demasiado recargada, muy a la antigua. Las paredes y las puertas estaban enmarcadas con motivos cobrizos que se alargaban y retorcían como serpientes de sangre, y los muebles que alcanzaba a ver dentro de las habitaciones que no estaban cerradas eran de madera retorcida y oscura. A pesar de que aquella decoración de dudoso gusto le otorgaba un aire de distinción y lujo al tren, las paredes del mismo estaban llenas de manchas de humedad e incluso en algunos rincones había crecido musgo.

El policía decidió parar en el vagón restaurante para tomar algo. En aquel vagón parecían estar los ciudadanos más pudientes, cuyas habitaciones estaban más cerca de la locomotora, al contrario que el resto de los pasajeros, que dormían más cerca de los vagones de mercancías.

Bastó una mirada rápida para darse cuenta de que aquel era un tren de locos. Doncellas que parecían salidas de principios del siglo XIX comían y bebían a varias mesas de distancia de familias modernas. El policía se sentó en la barra y pidió algo de alcohol al camarero, un hombre paliducho cuya salud era más que cuestionable. A su lado había sentada una mujer vestida a la antigua; llevaba un vestido grisáceo bastante feo que cubría por completo su cuerpo, de cuello alto y mangas anchas. Su piel horriblemente pálida y sus labios descoloridos anulaban lo poco de belleza que pudiera tener.

-Es usted policía, por lo que veo, ¿ocurre algo en el expreso?
-No, no se debe preocupar por nada, señorita -mintió el policía.

Tenía información de que se producían desapariciones en los andenes. Éstas habían comenzado a ser preocupantes desde que el expreso número once comenzara a viajar de un extremo a otro del país. Aunque cada vez era menor el número de personas desaparecidas, seguía habiendo gente que se esfumaba de la faz de la tierra. Cuestión inquietante, sin duda.

-¿A dónde se dirige usted, señorita? -preguntó el policía.
-A ningún lugar en concreto, agente. Me gusta viajar en el tren sin rumbo fijo.
-Entiendo. Disculpe mi indiscreción, señorita.

El policía dejó el vaso vacío y una propina para el camarero y se dirigió hacia el pasillo en dirección a la locomotora. Si todos los viajeros estaban igual de chalados que la mujer con la que había hablado, compadecía a los trabajadores del expreso.

Llamó a la puerta de la locomotora con la porra para hacerla sonar en el metal negro de la enorme máquina. Aún así nadie respondió, así que abrió él.

En el mismo momento en que su mirada recorrió toda la cabina, el pánico se apoderó de él. Su cuerpo se había quedado helado, ni sus brazos ni sus piernas respondían. El policía se había convertido en un muñeco que no podía hacer más que mirar a la figura negra que tenía ante él. Una silueta del negro más oscuro que hubiera visto jamás. Parecía estar envuelta en una capucha de un material etéreo que se desvanecía y reagrupaba como el humo. Su mano sujetaba una espada negra, larga, estrecha y tan oscura como la muerte.
Cuando el ser habló, lo hizo con una voz profunda, fría y escalofriante:

-Nos vamos a la eternidad.

El policía pudo ver a través de los cristales que habían a espaldas de la figura negra cómo el paisaje se movía de golpe. Primero el cielo oscuro de la noche. Después el mar. En pocos segundos, la estancia al completo se había inundado. Trató de salir a la superficie, pero era inútil, la puerta de la locomotora se había cerrado detrás de él, impidiéndole la salida y la figura negra había desaparecido.

Entonces supo que aquel no era el expreso número once, sino el número dos.

sábado, 16 de julio de 2011

Espada negra (Parte I: El andén)

-¿Es ese el tren al que tenemos que subir?

Los pasos de los dos policías pasaban inadvertidos entre el gentío. A su alrededor, los viajeros conversaban a voz en grito para hacerse oír entre los ruidos típicos de un andén. Lo que no pasaba inadvertido era el tren: una enorme locomotora negra como la noche más oscura. Tanto ésta como los vagones estaban adornados con florituras cobrizas que, a la luz de la luna, adquirían unos reflejos rojos como la sangre. En un lateral de la locomotora se podía ver el número del tren, expresado como dos líneas verticales.

-¿Este es el número once o el dos?
-Obviamente es el once.

El segundo policía tenía razón. A los expresos los iban numerando conforme tocaban las vías del tren. Los números de los trenes jubilados quedaban reservados y no se podían reutilizar. El expreso número dos, concretamente, había dejado de recorrer las vías hacía más de diez años, cuando descarriló en una curva y calló directo al mar. No encontraron ni un cuerpo.

Algunos de los viajeros comenzaron a entrar en el tren. Nadie bajó de él, pero los policías no dieron importancia a aquel detalle. No obstante, sí se dieron cuenta de que pocas personas se decidían a entrar. La gran mayoría permanecía en sus posiciones, hablando tranquilamente, haciendo caso omiso del tren que en breves habría de partir.

-Entra tú, - le dijo uno de los dos policías a su compañero-, yo voy a preguntar por aquí.
-Como quieras.

El hombre recorrió el andén con la vista y advirtió que la gran mayoría de los pasajeros seguían en el andén y no parecían tener intención de montarse en el expreso. El policía se acercó a una familia, los niños miraban asombrados a su alrededor, era evidente que nunca habían visto un tren.

-Disculpen - se dirigió al padre, con educación-, ¿qué tren están esperando?
-Esperamos al número once.

Antes de que el policía pudiera formular una pregunta evidente, el expreso rugió desde las vías y, sin más aviso que el ruido del motor, se puso en marcha. En apenas unos segundos lo único que se podía ver de la enorme máquina era la columna de humo que dejaba atrás, más oscura que el cielo nocturno de aquella noche.

Un momento después, paró frente a él otra locomotora. Ésta, a diferencia de la anterior, era gris y sus adornos eran plateados. En un costado estaba escrito claramente el número once. Los ojos del policía se abrieron como platos.

Jamás volvió a ver a su compañero.

viernes, 8 de julio de 2011

Reflejos en la orilla

Como cada día, las pisadas del chico se detuvieron a los pies del faro. El sol veraniego iluminaba cada rincón de la playa con tal fuerza que la arena parecía brillar con luz propia.

El chico se sentó en las rocas, mirando al mar. Al lejano sonido de los bañistas y de las gaviotas se unía el rugir de las olas. El basto océano siempre había sido para él un símbolo de pureza y de fuerza. Pero desde hace unos meses, lo único que veía en él eran recuerdos, reflejos de una vida pasada que se escapaba arrastrada por las corrientes del olvido.

Recordaba las noches con ella. La luz del faro alumbraba cada parcela del mar y, en cierto modo, encendía la llama de la vida. Le encantaba ver la luz de la Luna en sus ojos. Amaba ver su piel decorada con las ondas del mar. Adoraba besar sus labios, que sabían a sal.

Pero ya no quedaba nada de aquellos momentos. Nunca más volvería a ver sus ojos. Nunca más podría acariciar su piel. Nunca más volvería a besar sus labios. Nunca más se volvería a encender la luz del faro. Nunca más las estrellas brillarían como antes. Nunca más la Luna podría ser tan bella. Nunca más volverían aquellas noches inolvidables.

Todo eran reflejos en el agua.


Las olas rompieron con fuerza a los pies del chico. Unas finas gotas de agua salada se posaron en su rostro y resbalaron por sus mejillas.

Ya no volvería más a aquel lugar.

sábado, 2 de julio de 2011

Función

El público ya ocupaba sus asientos. Para sorpresa de todos, el teatro se había llenado por completo. Todos habían acudido a escuchar a un joven pianista que, según los rumores, era especialmente virtuoso. Nadie sabía a ciencia cierta de dónde había salido un chico de tanto talento, pero lo que sí sabían es que ellos iban a presenciar su primera función y que, de convertirse en un artista de renombre, podrían presumir después de haberle seguido desde sus inicios.

Las luces se apagaron y el silencio se hizo en el acto. Las enormes cortinas escarlata se abrieron con elegancia para mostrar un escenario desnudo a excepción de un brillante piano de cola. Los pasos del pianista resonaron en todo el teatro. El músico al que todos habían acudido a escuchar era un joven de unos veinticinco años; alto, delgado, de piel pálida y pelo negro algo despeinado; iba vestido con un traje negro.

El público aguardaba en silencio mientras el chico, sin desviar la mirada del frente, se acercaba hasta el piano y se sentaba frente a él. En seguida el teatro se llenó de las dulces notas que emitía el piano. Un murmullo de sorpresa y admiración recorrió las butacas a la vez que la melodía que creaba el joven se volvía más fluida y cálida.

Virtud y genialidad eran adjetivos insuficientes para describir la habilidad del joven que, con sus notas, había logrado encandilar a todo el público, el cual se esforzaba en aguantar las lágrimas y disimular la piel de gallina. Todos permanecían incrédulos y asombrados ante la música celestial que envolvía el teatro y les abrazaba con calidez. Parecía imposible que un talento de aquella magnitud hubiera permanecido oculto hasta aquel mismo momento en el que el joven, con sus manos, comenzó a tocar aquella bendita melodía que, ojalá, nunca acabara.


El coche de bomberos corría a toda prisa. Al parecer, el teatro de la ciudad comenzó a arder media hora atrás, pero hasta entonces no habían recibido ninguna llamada de los vecinos ni de los transeúntes, lo cual era realmente extraño y preocupante, pues se suponía que en aquel mismo momento había una función musical.

En cuanto llegaron al edificio, pudieron ver cómo de las ventanas y la puerta escapaban columnas de humo negro. A través de los cristales podía verse el fulgor de las llamas que, casi con toda seguridad, habían arrasado el interior del teatro por completo. No obstante, nadie había salido del edificio, y aquello era lo que más preocupaba a los bomberos.

Mientras las mangueras comenzaron a disparar agua a las ventanas, el jefe de bomberos entró en el teatro en busca de supervivientes. Para su sorpresa, las llamas cubrían las paredes, pero no el suelo del pasillo, por el que se podía caminar sin problemas. La puerta de roble que daba a las butacas tampoco estaba dañada. Con suerte, el fuego no habría llegado dentro y la función continuaba ajena a lo que ocurría en el exterior.

Intentando aparentar calma, el hombre abrió la puerta con firmeza y se encontró con una impactante imagen; el fuego había arrasado todo. El público parecía haber muerto en el acto, pues los cadáveres calcinados permanecían sentados en sus butacas, mirando hacia el escenario, del que aún llegaban las notas del piano.

Aún impresionado, pero arropado por la melodía, el jefe de bomberos caminó hacia el origen de aquellas tímidas pero dulces notas. Cuando subió al escenario, pudo comprobar que, a pesar de que el piano y su traje permanecían intactos, el pianista también había sido devorado por las llamas. No obstante, pudo ver cómo un huesudo dedo presionaba el teclado emitiendo una nota que se prolongó varios segundos, dando por terminada aquella extraña función.

De repente, el hombre sintió cómo el pánico se apoderaba de él. Sus ojos se abrieron como platos y un escalofrío subió con fuerza por su cuerpo haciéndole temblar; a sus espaldas, los cadáveres destrozados de las personas que habían acudido al teatro se habían levantado de sus asientos y en aquel momento aplaudían y ovacionaban al pianista cuyo cadáver había desaparecido.