viernes, 9 de marzo de 2012

¿Otro monstruo en el armario?

De día, la habitación de la niña era un mar de colores. Las paredes rosas rivalizaban con el amarillo, el verde y el rojo de las cortinas y las sábanas. Casi una decena de peluches reposaban en la cama perfectamente alineados mientras el resto de sus amigos observaban sin ver desde las infantiles estanterías. De noche, todos los colores se tornaban grises y la luz de la luna bañaba de plata las blancas sábanas y las paredes. Cualquier niña se sentiría una princesa en una habitación así, pero no ella.

La culpa la tenía el monstruo del armario.

Llegaba a pasarse noches enteras en vela. Y aquellas en las que sucumbía al sueño, se despertaba agitada y con pesadillas. A pesar de sus ocho años, la pequeña estaba extremadamente delgada y era propensa a enfermar. Los médicos le atribuían el problema al estrés provocado por el miedo. El miedo al monstruo del armario. Habían cambiado varias veces el mobiliario de la habitación y cambiado de estancia la cama de la niña.

Pero él seguía allí.

En el momento en que las luces se apagaban, algo dentro del armario comenzaba a agitarse y revolverse. Al principio siempre eran pequeños ruidos, pero conforme iba avanzando la noche, lo que había dentro comenzaba a impacientarse y se volvía más violento. La pequeña sentía tanto miedo que no podía hacer más que temblar y, los días que podía, lloraba hasta quedar dormida para despertar poco después bañada en lágrimas y sudor frío.

Las noches que alguno de sus padres dormía con ella o dejaban la luz encendida toda la noche, el monstruo se mantenía dócil y en silencio. Así la niña creció con pánico a la oscuridad.

Pero no siempre podría ser una niña. Cuando cumplió quince años, decidió dejar atrás aquel miedo absurdo que la había atenazado durante tantos años. Una noche de verano, dejó el armario abierto de par en par y apagó la luz. Aunque aterrada, la chica se aferró a su orgullo y se acostó en su cama.

La luz de la luna bañó la habitación de plata.

La brisa veraniega entrecerró la puerta del armario.

Y algo comenzó a revolverse dentro.

La chica olvidó su edad y volvió a sentir el pánico en su bello de punta, en sus ojos abiertos como platos y en aquel escalofrío que le subía por la columna vertebral. Buscó con desesperación el interruptor, pero la luz no se encendió cuando lo pulsó. Se levantó haciendo acopio de todas sus fuerzas y empujó la puerta del armario para cerrarla, pero no se movió. Algo la estaba empujando a su vez desde dentro.

La luz de la luna alcanzó a iluminar un rostro mortecino y unos ojos podridos que veían sin ver a la chica. Una mano blanca y huesuda salió en busca de la muchacha, que se había desmayado. Lo último que recordaría de esa noche sería un intenso olor a podredumbre, un cuerpo blanco y cadavérico saliendo del armario y unos peluches que miraban indiferentes desde sus estanterías, como si aquella niña no tuviera nada que ver con ellos.

No está muerto. No está vivo. Acecha en la noche. Espera durante el día. Se alimenta del miedo, y si no tienes miedo, él lo crea. Su recuerdo te consume. Tu vida se apaga como una vela que él sopla.
Estas palabras fueron escritas por la muchacha durante su estancia en un centro psiquiátrico. Las mismas palabras que se encontraron grabadas a arañazos en el interior del armario días después de la muerte de la chica.

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